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miércoles, 1 de agosto de 2012

En el gallinero

hay una acustica realmente envidiable. Ya la quisieran algunas salas de Madrid! El canto del gallo -los gallos, realmente- suenan tan fuerte que sus kikirikis parecen desgarrar, con cada K, tira a tira, tus timpanos. Pero nada comparado con el cloquear, de portera gruniona, con el que las gallinas empiezan a castigarnos por haber cometido la felonia de entrar en su morada en mitad de la noche, al haberse puesto a llover cuando por fin dormiamos tiernamente en una especie de prado-basurero, tras haber sido incapaces de encontrar alojamiento por menos de las 250.000 rupias que nos pedian (cuando el precio pagado, hasta la fecha, oscilaba entre las 60 y las 100 mil), Pero, claro, no estabamos en la Peninsula de Badung, la meca del surf balines, donde los bungalows para extranjeros pudientes se asoman, sin miedo, sobre los acantilados a cuyos pies playas y calitas se encajan y aprietan, regadas de arrecifes de coral, las unas a las otras.
Despues de haber pasado varias horas de agradable compania con David -el catalan, duenio de un chiringuito espaniol, que nos paro en la carretera cuando nos vio con la banderita de Espania y que nos invito a deliciosas raciones, paellita y a vino en su restaurante- y sus amigos y novia, la noche se cerro a nuestras espaldas y quedo alla acostada, en una de las tumbonas del "Chiringuito el Kabron", junto a la piscina iluminada, viendo las estrellas del hemisferio austral asomarse al Oceano Indico.

Cerro sus ojos y, con ellos, las puertas de los hostales. Tras recorrer varios caminos, casas y bungalows a oscuras, nos decidimos a dormir en un descampado donde las piedras confraternizaban con botellas de vidrio vacias, envoltorios, excrementos y una amplia variedad de residuos sin identificar.


 Despues de preparar los sacos, y echarnos a dormir por fin, al cabo de un par de horas se puso a llover, por lo que nos refugiamos en el gallinero, cubierto, junto a una de las viviendas/palacio/templo, que guardaba en su interior algunas moticicletas -como no- y en cuya pared se distribuian, en pequenias cestas de mimbre, nuestros desagradables chivatos alados. Cada... canto? de gallo que empezaron a emitir ante nuestra irrupcion retumbaba con agresividad entre las tres paredes, el techo y nuestros hasta ese momento sanos timpanos. Se podian distinguir diferentes tonos y timbres de los machos alli recluidos, desde los finos, tenores, hasta los timidos, bajito, hasta los tartamudos, entrecortados, pasando por los desgarradores cacareos rotos estilo Rod Stewart que parecian serrar con dientes espolonados hasta el mismisimo suelo -ahito de sus cagadas- sobre el que habiamos colocado nuestras esterillas. A medida que ellos se soliviantaban, se les iban uniendo ellas, con cloqueos tan refunfuniones que crearon tal pandemonium que pronto empezamos a escuchar el modo en que los corrales de las proximidades iban contaminandose de la histeria avicola. En pocos minutos los cacareos y kikirikeos se expandian como una ola kilometros a la redonda, hasta tal punto de que estoy seguro de que, en poquisimo tiempo, atravesaron la isla, el oceano, Asia, Europa y, tras pasar por los Pirineos, llegaron hasta Cercedilla donde, a eso de las 6 o 7 de la maniana -hora espaniola-, mi padre, al escuchar los gallos parraos de los alrededores cantar, habra pensado que ya era hora de levantarse, sin poder llegar a imaginar que ha sido su hijo, a miles de kilometros de distancia, quien ha propiciado esta alarma emplumada.
Pero lo malo (aunque asi lo habiamos creido hasta ese momento) no habia sido el arranque histerico sino que, cuando por fin los nuestros empezaban a calmarse -Hermes y yo, morados ya, llevabamos varios minutos sin movernos ni atrevernos a respirar para no producir el minimo ruido-, el eco reverberante, bumerang acustico, volvia al punto de origen, al epicentro gallinaceo kikirikero que le habia visto nacer. Asi pudimos escuchar, con terror, como la algarabia regresaba a nosotros. Los gallos de las proximidades la repitieron hasta que consiguieron (malvados ellos, hijos de la grandisima gallina!) que los nuestros se unieran al fiestorro otra vez y acuchillaran nuestro silencio sin la minima compasion, creando, de este modo, un ciclo que se extendera hasta el fin de los tiempos (o de las gallinas).
Apenas una hora y pico (literalmente hablando) despues amanecia y, con el albor, vino la duenia de la casa a coger su moto quien, con gran sorpresa, nos descubrio alli tumbaditos. Tras explicarle lo sucedido, y reirse ante la osadia de haber intentado dormir en semejante lugar, nos indico -o eso nos parecio entender- que nos fueramos a la playa a dormir, lugar del todo inaccesible para nuestras bicis por la escarpada bajada, de decenas de peldanios serpenteantes, entre rocas, hostales y "warungs" que hay que recorrer hasta llegar a ella.
Con suenio, bicis y alforjas mojadas, continuamos nuestro deambular en busca de un alojamiento mas asequible, ahora que el sol ya habia salido, deseando, si era posible en el mismo desayuno, comer todos los pollos, gallinas y huevos que nuestros estomagos pudieran asimilar...

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